¿Qué color tienen las palabras?

¿Qué sílaba definirá el trazo?

¿Qué imagen para expresar un sentimiento?

sábado, 21 de marzo de 2015

Diario de una autómata (1)


Cinco de la mañana. Hoy es sábado, el primer sábado de primavera, el único primer sábado de la primavera de ese año.

La mujer despierta, y despierta con una pequeña opresión: ansiedad. Pero no es la ansiedad de hace meses, es una ansiedad casi dulce, pequeña, una ansiedad que la hace feliz porque en nada se parece a la ansiedad de hace meses.

Piensa en lo que hará hoy. Y sin darse cuenta, se da cuenta de que está escribiendo con la mente, y se da cuenta de que le apetece escribir, escribir, hace meses que no escribe, hace, quizás, los mismos meses durante los que padeció esa ansiedad.

Se levanta y acude al salón a por su computadora. Y mientras lo hace piensa, pide, que, por favor, no se le escapen las palabras, que, por favor, no le vuelva a pasar como aquellos meses, que ojalá pueda llegar hasta la máquina guardando las mismas ganas que sintió al levantarse.

Enciende el ordenador con el sudor cubriéndola entera. Ruega que no se atasque, que arranque sin esa parsimonia que lo caracteriza, que arranque con el mismo brío que sintió ella al levantarse.

Y lo consigue, la máquina responde, se hace su aliada y en pocos segundos le muestra la página en blanco. Los dedos de ella vuelan sobre el teclado, son livianos, rozan cada tecla como las gaviotas sobrevuelan el mar, glotonas, ávidas, urgentes. 

La mujer cuenta, le grita al teclado, al ordenador, a ella misma su propia felicidad, su sentimiento de ingravidez, su alivio al descubrir, al hacerse consciente de que su pasión, sus ganas y su virtud no la ha abandonado como creía, como hace meses que creía.

Después de dejar escapar como un torrente las primeras palabras que se escapan solas se detiene, ¿cómo seguir?, piensa, y de nuevo esta duda se convierte en letras, sílabas, palabras de alivio. “Suéltalas, déjalas resbalar como torrente, como gotitas de lluvia que algún día serán torrente, no para calmar la sed sino para lavar los pies, aclarar la cara, refrescar el alma”, y decide que esto último es cursi, sí, pero bendita cursilería que la hace sentir como si la cama, la suya se elevara un metro por encima de su propio cuerpo allí tirado.

Un hueco le recuerda que hace horas que cenó y se siente más humana que nunca y a la vez más llena que nunca por ser capaz de expresarlo así, en blanco, como hacía tanto.

Mira desde lo alto a la mujer sola que creó con sus propias manos y se hace presente en ese momento. Se reconoce en sus ojos y la ama y se despide de ella, le dice adiós porque ya no está más, ya no existe, muere en otro cuerpo que no es el suyo, que ya no es.

Se vuelve sobre sus pasos y relee lo que ha escrito. Le gusta, o no, puede que sea bueno o no pero da lo mismo, lo que verdaderamente importan son los dedos que no pueden parar y eso la llena de tanta felicidad como las letras que una tras otra cubren la sábana blanca que cubre la pantalla y su cama entera.

Una página completa, llegar hasta el final será un premio, como alcanzar una meta donde espera un reloj que mide el tiempo invertido en dar una vuelta o dos al circuito, como si las palabras se pudieran medir en metros cuando las palabras no son más que sensaciones, sentimientos que se encarnan o se padecen o alivian el peso con que amaneció.
 
Texto: Esperanza Castro

domingo, 11 de enero de 2015

¡Abre la boca!


No sé ni por dónde empezar este texto. Tan solo le doy a la tecla según me surge del interior la frase: “Abre la boca. Abre la boca que ya está bien de cerrarla, de sucumbir al abandono o al olvido o qué sé yo”.

Al finalizar este año, en los instantes que hice recuento de las cosas sucedidas en 2014, me di cuenta de mi dejadez por este sitio. Entré y me sentí extraña, como cuando vuelvo a casa después de unas largas vacaciones y veo raro el parqué y hasta el color de las paredes. ¿Es posible que no me haya pasado por aquí desde el mes de agosto? Es posible. ¿En qué estoy?

Pues estoy por ahí, dividida en trocitos de relatos ajenos, vidas de otros, kilómetros en mis piernas (si una parte de mí hubiese apostado con la otra a que esto iba a suceder, una de mis mitades estaría totalmente perdida) y la imaginación concentrada en mi primer guion de cortometraje (y ya si apuesto la que me queda…).

Ocupada en querer ser Alice Munro, Teresa de Calcuta, Gebrselassie o Berlanga, también va y se me ocurre pensar en lo maravilloso que debe ser ejercer de barrendera en la noche del 6 de enero. Algo mágico, ¿no?, recoger el envoltorio de los sueños.

Otro día me levanto, voy a correr, y mientras desayuno pienso que esto del “running” (como se le dice ahora -¿por qué tanto anglicismo cuando el castellano es amplio y suena bastante mejor?) está logrando equilibrar mi yin/yang. Soy una persona yin/yin/yin nacida en la época más yin del año (pegada al solsticio de invierno) y eso marca (coincidencia o no) mi carácter (tímida, introvertida, profunda, femenina). Como digo, el running aumenta mi yang (energía, fuerza masculina). Quién dice si no terminaré con pelo en pecho.

Y ahora respiro y me paro a pensar en si estas reflexiones pueden interesar a alguien, o a divertir, o a llevar consuelo al que crea que no sólo él/ella está fatal. Pero yo sigo, sobre todo por lo último.

El fin de semana anterior a Navidad estuve en un taller intensivo de Biodanza. Explicar lo que es la biodanza es algo sencillo y complicado a la vez, no me voy a entretener en ello, sólo diré que a mí me fascina y que este año por aquello de querer ser Berlanga estoy alejada de ella y que por eso me lancé a realizar el taller que me llevó a biodanzar durante dos días casi sin parar. Y todo esto me ha servido para reconocer mis carencias respecto a la confianza en el otro. No creo que el running me pueda ayudar en esto porque, aunque se corra en grupo, uno siempre lo hace solo.

Últimamente me estoy “argentinizando”. Veo series de televisión argentina, hablo con amigos argentinos (mejor debería decir porteños), estudio con un profesor argentino. Así, cuando un texto del Smartphone sustrae una tilde en palabras como llámale, córtala, arréglalo (convirtiéndola en llamale, cortala o arreglalo), ni cuenta me doy, ¿viste?

No voy a contar en qué consiste el guion de mi cortometraje (mi profe dice que no lo haga hasta que esté realizado –juas-) sólo diré que la idea que me movió a escribir esa y no otra historia es la consciencia de ver que la sociedad en que vivimos está construida para las parejas (y más si están casadas en santo matrimonio). El título es, quizá, una pista: Lubina para dos.

Y bueh (con acento porteño), como veréis tenía ganas de escribiros aunque esté algo desordenada. Pero derecho tendré que tener si tienen derecho hasta los centrocampistas del Barça (abstenerse de comentarios los merengones).

P.D.: Ahhh, por cierto, ¡¡¡Feliz 2015!!!

 
Texto: Esperanza Castro

viernes, 1 de agosto de 2014

La avenida

                                                 
Bajó el escalón y al pisar el andén se detuvo, cerró los ojos y escuchó el sonido de las puertas. Tomó aire e intentó calmar la mente pero, a continuación, miró el reloj: faltaba algo menos de media hora para la cita, y no le llevaría ni la mitad recorrer el camino andando hasta allí.

Las paredes de mármol se mostraban como lápidas de cementerio; un cortejo la precedía; su olfato creyó percibir el mirto. Su visión se perdió en el punto donde se cruzan los raíles. Entre la bruma húmeda, pegajosa y resbaladiza a la vez,  se estremeció.

Salió a la calle y dirigió la vista hacia el final de la avenida. Los edificios inclinados acercaban unos a otros sus cabezas, como árboles que flanquean una carretera formando un túnel frondoso. Al fondo no había luz.

La gente se dirigía a sus trabajos, caminaban deprisa; algunos, nerviosos, miraban el reloj como lo había hecho ella hacía unos minutos; otros, peatones y autos, se saltaban los semáforos; y los menos esperaban pacientes su luz verde.

Ella giró sobre sus pies y enfrentó la estación. Dio un paso, dio otro, se detuvo, tomó aire de nuevo y, dándole la espalda, comenzó a caminar con paso firme hacia el final de la avenida.

De frente una madre empujaba un cochecito. Este parecía un carro abarrotado de mercancías: en la cesta bajo el bebé un paquete de pañales, una bolsa con naranjas y otras frutas, dos latas de leche en polvo y una pequeña manta de angora que arrastraba una de sus esquinas barriendo la calle.

Cruzando la acera a su altura, una pandilla de niñas en uniforme esperaba la apertura del colegio. Hablaban, gritaban, reían, se enseñaban unas a otras pulseras de plástico.

Se detuvo para sacar el móvil del bolso. Miró la pantalla. No había llamadas. Ni mensajes. Nada.

Al lado del colegio la cruz verde de una farmacia llamó su atención. Sintió su parpadeo como un latido. Se paró. ¿Cruza y compra o lo deja para cuando salga de allí? Mejor cruza, quién sabe, o no, mejor a la vuelta.

Tres pasos más adelante encontró una ferretería. Miró el reloj, faltaban veinticuatro minutos. Pegó la nariz al cristal del escaparate y su vista viajó sobre los objetos. Contempló los alicates: los de punta fina para apresar pequeños cables, los de punta dentada y con los extremos forrados de plástico que facilitan el giro de tuercas, los de corte para alambres…

Le llegó un fuerte olor a café. Miró una vez más el reloj: aún veintidós minutos antes de la cita. Pensó que le vendría bien tomar una tila, pero recordó las indicaciones y no lo hizo. En la terraza del café distinguió un grupo de señoras mayores peinadas en peluquería, con sus pelos cardados y plis en diferentes tonos de morado y azul, como un ramillete de violetas. ¿Qué pensarían ellas? ¿Qué harían si les tocara decidir? Cómo le gustaría saber sus opiniones, seguir sus consejos.

Una luz dorada la cegó por un instante. Los rayos afilados se reflejaron en las ventanas para caer sobre ella cortantes. El espectro se clavó en su retina y el mundo se volvió ocre, velado, nauseabundo.

Un semáforo en rojo frenó su paso. Tan rojo como el vestido que llevaba la pequeña que lloraba tratando de escapar de su madre. Esta la reñía, intentaba que la niña no se tirara al suelo, no pataleara, no ensuciara su impecable vestido rojo.






Cruzó el semáforo y sin detenerse, miró de nuevo la pantalla del móvil. No había llamadas. Ni mensajes. Nada. Entonces sí se detuvo, giró la cabeza y vio la estación allí, como una mole taponando el inicio de la avenida. Treinta segundos, un minuto, o quizás más, no supo cuánto tiempo estuvo así, mirando la estación. Pero otra vez prosiguió caminando hacia adelante.

La plaza en la que desembocaba la avenida era abierta y ventosa, con unos bloques bajos de granito gris que bordeaban las aceras. Los tronquitos frágiles de unos árboles recién plantados hacían esfuerzos por sobrevivir. En el centro se erigía una imagen de la Virgen con el Niño en sus brazos. La contempló. El rostro dulce del pequeño contrastaba con el hieratismo de la madre. Se santiguó tres veces y cruzó para tomar la calle que se escondía en el otro extremo de la plaza.

Era estrecha, umbría. Las fachadas se descubrían ajadas, las paredes mostraban desconchones, y algunas un blasón antiguo oculto por mil capas de pintura. Casi todas tenían  un balcón que algún día estuvo adornado por flores; las jardineras estaban desiertas.

Una pareja de enamorados se despedían con un beso largo en la esquina. Pisó su sombra estampada en el suelo.

En el portal del número cinco la botonadura de un portero automático. Dirigió el índice de la mano derecha hacia el botón que indicaba tercero A sin llegar a pulsarlo. Retrocedió tres pasos, miró de nuevo el móvil. La pantalla mostraba el mismo estado que la última vez que la miró. Después miró el reloj: faltaban diecinueve minutos y catorce segundos.

Dirigió la mirada hacia la imagen de la plaza. Se santiguó tres veces. Pulsó el botón que indicaba el tercero A. El mecanismo de la puerta la abrió. Y ella atravesó el umbral.


Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 27 de mayo de 2014

El Gran Premio

Las primeras luces se filtraron a través de la persiana. Anna las observó y sintió que el pecho se le ensanchaba y que la presión comenzaba a remitir.

Le asustaba la oscuridad. Desde hacía años necesitaba pastillas para conciliar el sueño. Su efecto le proporcionaba las horas suficientes para aguantar el día, pero el tiempo entre su amanecer y la salida del sol se le hacía interminable.

Se incorporó y de un salto abandonó la cama. Como cada mañana lo primero que hizo fue mirarse al espejo. Las bolsas de los ojos eran algo menos visibles que las de los otros días. Sonrió. Ese sábado se celebraba el Gran Premio, ese mismo día Margot, su magnífica yegua, se alzaría con la victoria.

Desde muy pequeña le habían visto maneras. Fue una potrilla espigada, altanera, llena de brío, alegre y muy veloz. Sobresalía entre los demás y ella se encaprichó nada más verla trotar en el prado.

Llevaban un año entrenándola, trabajando codo con codo con el jockey que la montaría. No podía fallar, no tenía rival a su altura, por eso respiraba confiada.

Se asomó a la ventana y vio el sol. El cielo lucía de azul brillante, no se distinguía ninguna nube. Sonrió de nuevo, la jornada se adivinaba perfecta.

Ojeó los titulares del periódico disfrutando del aroma de su primer café. En la portada aparecía un pequeño titular anunciando la gran carrera. Rápidamente se dirigió a la sección y allí la encontró: Margot entre los favoritos. Era la revelación, la gran esperanza de la temporada.

-  ¿Cómo has dormido, cariño? –le preguntó su marido acariciándole una mejilla-. Imagino que estarás hecha un manojo de nervios.

-  Imaginas bien.

-  Tienes que tomártelo con calma, cielo. Veo que guardas demasiadas expectativas y luego…

-  Es que tengo razones para tenerlas –contestó tajante.

Él lo dejó ahí, si no terminarían discutiendo. Siempre sucedía cuando Anna se levantaba así de tensa, se volvía irascible.

El agua corrió para calentarse mientras ella observaba su silueta en el espejo. Ya no le satisfacían sus formas; sus brazos, sus hombros, sus piernas conservaban la flexibilidad, los músculos permanecían definidos pero la piel comenzaba a perder el tono de tiempos pasados. Tan solo sus pies aún mostraban los destrozos de antaño. Se morirían así.

Entró en su vestidor. Era acogedor, amplio; las paredes estaban pintadas de un rosa suave y empolvado. Los bolsos, los sombreros y joyas, se encontraban perfectamente ordenados en estanterías, cajas y cofres de diferentes tamaños. Entre algunas fotografías en las que se encuentra con Margot, se esconde una descolorida donde se puede ver a una bailarina muy joven sobre un escenario sujetando un hermoso ramo de flores. 

Eligió un vestido vaporoso y un par de zapatos sin tacón. Sobre su cabeza un sencillo tocado. Su pelo corto mostraba su cuello largo y elegante, sin adornos.

El gentío se acumulaba ante la puerta principal. Esa imagen siempre le había gustado, le producía una extraña emoción, como si mil hormigas le subieran desde los pies.

Allí estaba el mozo, esperándolos en la zona de propietarios. Su sonrisa amplia mostraba tensión, ansiedad y la misma ilusión que la invadía a ella.

- Está preparada. Parece que siente que va a ganar –manifestó emocionado.
-  Quiero verla –añadió ella corriendo hacia la cuadra.

La luz del sol mostraba una Margot brillante, luminosa. Su capa parecía cobre recién bruñido. Era una pura sangre alazana, hija de padres campeones, de una inmejorable genética.

La yegua relinchó al verla y ella cerró los ojos para escucharla. Al abrirlos se encontró con la mirada del animal. Parecía que se entendieran, que entre ambas existía una gran complicidad. Desde el principio sintió que algo muy fuerte la unía a Margot, por eso creyó que ella captaba su deseo, su hambre de victoria.

La gente se saluda en el paddock. Intercambian sonrisas estúpidas y palabras hipócritas. Se desean suerte y se dicen aquello de: “que gane el mejor” cuando en realidad deben soñar con su propia gloria.

Los caballos se muestran nerviosos en la línea de salida. Anna trata de distinguir a Margot a través de sus prismáticos y, después de unos minutos, la ve cabeceando nerviosa, luchando con las riendas con que el jinete intenta controlar “su espíritu indómito”. Abandona la imagen sonriendo y recorre con la mirada la pista. Siente un leve escalofrío provocado por la brisa húmeda que ha comenzado a soplar arrastrando un puñado de nubes.
-          
-         - Espero que no se ponga a llover –su voz tiembla al oído de su marido.
-         
          - No parecen nubes de lluvia –responde tranquilo.

El pistoletazo de salida da lugar a un pequeño caos. El jockey de Margot la orienta en la pista y consigue situarla entre los primeros lugares. Debe evitar que la encierren. Como jinete experimentado tiene diseñada paso a paso la estrategia a seguir.

Recorridos los primeros metros de la prueba, la caída de un azabache afecta a otros cuatro caballos. De ellos solo dos son capaces de seguir en competición. El grupo se alarga, se vuelve mucho menos compacto y llega a romperse dejando cinco caballos comandando la carrera. Margot se encuentra entre ellos, va perfectamente situada guardando las fuerzas para acometer el sprint final. Anna grita excitada su nombre desde la grada.

Gotas de lluvia han comenzado a caer formando en la pista un fino barrillo. El número de participantes se ha reducido importantemente. Además de los caídos, hubo otros que abandonaron por falta de fuerzas para subsistir en la fortísima competición.

Margot aguanta en el grupo de destacados y logra colocarse en segunda posición. Anna grita fuera de sí, brinca, aplaude, no puede soportar la tensión.

Faltando pocos metros para el final, la yegua pierde pie, se desploma. Su jinete la sobrevuela y patina sobre el resbaladizo suelo. Anna se siente desfallecer. El sonido de las voces le llega amortiguado, las piernas ya no la sostienen, la luz se torna penumbra.

Como una sonámbula corre hasta el borde de la pista. Quiere saltar, llegar junto a la yegua pero se lo impiden. Alarga la mano desesperada.

La cara de Margot se muestra contraída, los ollares abiertos. El sudor empapa al animal, sus mucosas están inyectadas en sangre.
-          ¡¡¡Margot!!!

La yegua aterrada la mira, patea convulsivamente e intenta levantarse. Es inútil.

La caña astillada asoma por debajo de su rodilla delantera derecha, el casco se ha revirado. La sangre mana empapando la arena.

Con los nudillos blancos aferrados a la valla que las separan, Anna ve cómo el animal lucha, y mueve de un lado para otro su cabeza negándose a admitir los que sus ojos le muestran. En el fondo de su garganta se ahogan los gritos.

El hipódromo alienta la recta final. Ella no escucha más que los relinchos de la yegua herida. La visión del veterinario empuñando una inyección letal la hunde definitivamente en la noche.

El ganador cruza la meta. La carrera ha terminado.




Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

martes, 7 de enero de 2014

Extraña relación

Extraña relación esa que tienes conmigo
fruto en parte del amor que siento.

El tinte raro de tu mirada azul
va, viene, vaga entre la pena y la risa.

Tu miedo corta
el hilo de esperanza de atarte a mí.

Mirándote no me reconoces,
palpas el aire pero no respiras,
caminas hacia el infierno
que tú mismo has elegido.

Rechazas mi mano.

Vives muerto.




Texto: Esperanza Castro

sábado, 7 de diciembre de 2013

Nuestro amigo Nelson

Octubre de 1992, aeropuerto de Islamabad (Pakistán)

Yo ya no podía más. Allí presa dentro del avión no lograba comprender por qué nos hacían esperar otra hora para el despegue. Una hora más encima de las dos horas de vuelo Madrid-Londres, tres horas en Heathrow, y otras siete arriesgando la vida con la PIA que nos trasladó desde Londres hasta Islamabad, donde debíamos pasar cinco que se convirtieron en siete y el control de seguridad más exhaustivo que he tenido que sufrir en mi vida donde mujeres cacheaban a las mujeres metiendo sus manos en todo el cuerpo.

Sentada en uno de los asientos centrales del gran Boeing, no podía percibir lo que pasaba al borde de la pista. Había visto de refilón una tarima y unas banderas pero a mí lo que me inquietaba era mi propio cansancio y la urgencia de cubrir el último tramo del viaje con destino Pekín.

Mi mirada iba de mi reloj al pasillo a los asistentes de vuelo a mi reloj a la señal de cinturones abrochados a mi reloj a la cara de mi marido a mis uñas a mi reloj de nuevo… cuando mis oídos escucharon una marcha militar.

De nuevo miro a mi marido y ambos nos encojemos de hombros. No tenemos ni idea de lo que está pasando.

Finalmente, después de otro periodo de tiempo difícil de calcular hoy, se anuncia el cierre de puertas y las instrucciones para el despegue. Respiré. Sólo quedaban otras siete horas hasta Pekín.

Cuando el avión llegó a la altura de vuelo, el piloto nos comunica por megafonía que el señor Nelson Mandela pasará por la nave a saludar a todos los viajeros.

No me alcanzan las palabras para describir lo que allí se organizó. La mayoría del pasaje era de origen paquistaní y el resto grupos de turistas. En ese mismo instante cada cual se olvidó de su propio cansancio y se transformó en un ser cuyo deseo último era tocar a Mandela. Todos, menos yo.

Allí permanecí sentada, como estatua de sal, enfurruñada y agotada, y hasta temerosa de que aquella revolución produjera un accidente en vuelo.

Recuerdo a la gente agolpándose en los pasillos, gritando palabras que no podía comprender, las manos alzadas aplaudiendo con fervor, nombres de ciudades flotando en el aire (una voz repitiendo sin parar “Girona next to Barcelona”)… y también a él con la sonrisa eterna en los labios estrechando cada una, y digo, cada una de las manos que se tendían a su paso.

Por fin llegó hasta la fila en la que me ubicaba. Nelson Mandela se paró y me miró con curiosidad. No entendía por qué yo me comportaba de manera diferente, por qué estaba yo allí sentada y no de pié, callada y sin gritar, con gesto agrio y no sonriendo como lo hacía el resto de mis compañeros de viaje.
-          
       - Don´t you say me anything?

Muda le alargué la mano. No había entendido la pregunta, y aún hoy me pregunto qué me quiso decir, sólo sé que en mi ofuscación no fui capaz de calibrar la grandeza de la persona que tenía delante por la única “sinrazón” de un retraso horario. Qué necia.

Tiempo después de sobrevolar el Himalaya y el desierto del Gobi aterricé en Pekín. Entonces, y sólo entonces, cuando la tensión había desaparecido de mi cuerpo, fui consciente del regalo que se me había presentado. Y me sentí mal, muy mal, pero ya nada podía hacer. Lo único que me quedaba era pedir disculpas en silencio a aquella grandísima persona que, desde aquel momento y por siempre, fue para nosotros “Nuestro amigo Nelson”.









martes, 12 de noviembre de 2013

Me caso

Y ahora cómo se lo digo se me retuercen las tripas me dan ganas de ir al baño pero no me puedo dejar llevar por la ansiedad cómo se lo digo por dónde empiezo con lo serio lo que grita cuando se cabrea que hasta se han llegado a quejar los vecinos de arriba y también los de abajo pero esos me dan igual porque bastante les hemos aguantado nosotros con esas fieras de niñas que tienen no quiero pensar que hubieran sido niños pero ahora que lo pienso pues qué más da porque cuando un niño o niña sale retorcido pues sale retorcido yo siempre he sido la rebelde “rebelde sin causa” me llamaba mamá y yo creo que tampoco era tanto que más bien era una niña buena lo que pasa es que me jodía tener que hacer todo el rato lo que me mandaban aunque fuera una auténtica estupidez pero qué mal se lo va a tomar qué mal se lo va a tomar porque nunca le gustó Oscar siempre le pareció un vago un vivalavirgen un hombre que se aprovechaba de las mujeres pero yo sé que no es así porque yo lo he visto currar como una bestia pero él no y no y no y no se fía de mi palabra porque cree que le miento o que me tiene engañada y que él es el que verdaderamente lo ha calado que él es el que le ve el auténtico rostro y por eso porque soy su niña pequeña porque me quiere proteger pero qué proteger si cuando me he ido yo de viaje él no estaba que me he ido con mochila y he dormido en parques y me las he tenido que arreglar sola él no estaba pues se había ido con mamá de viaje que me parece muy bien que no digo yo que no pero porqué se tiene que meter en mi vida si yo no me meto en la suya pero no sé por dónde empezar porque que Oscar y yo hemos decidido casarnos se lo tengo que decir igual y a lo mejor se niega a ser mi padrino pues que se ponga como se ponga que yo ya veré a quién se lo pido lo mismo se lo digo a Pepe que para eso es mi hermano mayor que le he aguantado toda la vida haciéndome putadas y que ya es hora de que me las pague todas juntas pues sí a lo mejor hasta paso de papá porque llevarle de padrino con cara de ajo tampoco me apetece nada pero qué disgusto para mamá que es una santa que lleva años aguantándole sus ataques de genio y es la que escucha las quejas de las vecinas estoicamente cuando en realidad es él el que tenía que dar la cara como en esta ocasión coño que soy su única hija vale que he tenido con él mis encontronazos pero en esta ocasión la de mi boda debería de hacer una excepción y mostrarse comprensivo aunque no le guste Oscar aunque siempre haya pensado que es un vago pues ahí va se lo digo y se lo digo y que salga el sol por Antequera.




Ilustración: Silvia Sanz
Texto: Esperanza Castro

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